José Antonio Funes
1 de octubre de 2022
El título no es un lapsus. Sin duda podría pensarse, porque lo habitual es señalar el éxito como el objetivo último del proceso educativo. Educamos para competir, para liderar ranking estadísticos, para lograr empleos cualificados; educamos para el triunfo. Es noticia destacar, pero no lo es asumir el fracaso. Quizá no quede más alternativa que sufrirlo calladamente, pero nadie osaría vender las bondades de una institución educativa cualquiera con un eslogan de la siguiente guisa, tenemos la mayor tasa de fracasados felices. Como tampoco hay clínicas para cuidar las arrugas que el tiempo nos regala, sino para disimularlas.
Muy lejos quedaron nuestras abuelas, que guardaban el pan sobrante (era pecado tirarlo) para consumirlo en el desayuno, o preparar migas. Las cartillas de racionamiento de la posguerra habían educado para el aprovechamiento máximo de los escasos recursos. Y en esas circunstancias difíciles, que hoy provocarían hundimientos emocionales, mucha gente fue feliz.
Después llegarían tiempos que avanzaban in crescendo y sin aparente fin. Más dinero, más y mejor alimentación, más viajes, mejor sistema sanitario, más investigación… El fracaso quedaba ceñido a un tercer mundo, ajeno al desarrollo y donde la distribución de la riqueza se manifestaba obscena.
Pero hete aquí que nos sorprende una pandemia con nombre de mascota olímpica, pero con v, y socava con fuerza el ego de occidente. Nos confina en casa y nos obliga a ponernos mascarillas y a guardar una prudente distancia social. A los granadinos nos vino aderezada con una temporada de terremotos que nos obligaba a salir a la calle cuando la norma sólo nos permitía permanecer encerrados. Nuestros cálidos besos o apretones de manos dieron paso al ceremonioso saludo nipón o al codazo. Y en el domicilio a punto estuvimos de fumigarnos al llegar para evitar que el bicho se nos colara de ocupa.
Cuando parecía que estábamos saliendo tras años muy duros, nos espera el desafío de una guerra en el corazón de Europa. Confiábamos en que las instituciones mundiales, en especial la ONU, conseguirían frenar el desastre con la única arma de la palabra. Pero no es así… y el desajuste se apodera de nuestras sociedades y deja mostrar un halo de profunda tristeza en rostros perplejos.
He querido testar mis reflexiones en los paseos matutinos que me llevan al trabajo. Granada es menos bulliciosa; hay menos risas espontáneas, más miradas perdidas, más intimismo y, creo, mucha inseguridad. Hemos experimentado, quizá por primera vez en nuestro recorrido vital, que somos insignificantes y que un maldito virus nos gana el pulso o un botón rojo puede poner en serio riesgo el futuro que nos acecha. Quizá sea tiempo de silencio, como reza el título de la novela de Martín Santos, y convendría aprovechar lo más cercano, saborear un refresco bien acompañados, una excursión al campo o un buen libro… sin sentirnos fracasados por no contratar la última experiencia lúdica, o no disfrutar de un menú degustación en cualquier templo de la gastronomía.
No aplaudo, como pudiera interpretarse, el conformismo; no rechazo el perseguir sueños; no me quedo en el pesimismo existencial… Defiendo, por contra, educar la resiliencia porque el devenir humano es un cóctel de incertidumbres. Y ello desde todas las esferas posibles, empezando sin duda en la familia, pero con la participación de los sectores que dibujan un mundo idílico y ocultan o relegan el sufrimiento o lo presentan con la sola intención de alimentar la curiosidad y procurar el lagrimeo fácil. Como si el dolor y el fracaso fuesen un añadido incómodo y no parte de la propia esencia humana.
La máxima latina errare humanum est refleja parte de nuestra genética. Por ello querer vivir sólo bajo la luz del acierto es una forma de ceguera. Y educar, en su sentido más amplio, exige buscar el deslumbramiento, por supuesto, pero también saber moverse en la penumbra sin el estigma del fracaso