José Antonio Funes

Cada nuevo año viene precedido de una revisión general. Suele ser un momento idóneo para detenerse y analizar lo que se entiende como más significativo en el campo que se quiera estudiar. Ahora bien, elegir nos abre un abanico de posibilidades, pero también es un modo de empobrecimiento, porque nos ceñimos a algún aspecto y descuidamos otras alternativas de la realidad, que suele ser compleja. Sólo lo simple se encierra definitivamente en conceptos. Aun así, reconociendo los límites, a mi juicio cordones y zascas son los términos que mejor definen nuestra política en los últimos años. Hay multitud de palabras que nos asoman al ejercicio público, pero quizá estas muestran la fotografía más auténtica sobre las relaciones entre partidos y las intervenciones de los diputados.
Los Parlamentos, con el Congreso como principal foco, no son los vagones de silencio en los trenes, sino los andenes donde se cruzan vidas, intereses, ideas y sueños; los espacios compartidos por cuantos están de viaje con independencia del puesto que ocupen, de su procedencia y del lugar al que se dirijan. En ellos se desarrolla una gran partida, por equipos, que dura oficialmente cuatro años aunque nos estamos acostumbrando a finalizarla de forma precipitada. Y las cartas las reparten los ciudadanos para que quienes dirigen la cosa pública jueguen como mejor sepan; jueguen y dejen jugar. Porque no parece serio erigirse en juez y parte y decidir quiénes participan y a quiénes expulsamos; con quiénes hablamos y a quiénes negamos la palabra convirtiendo el templo del diálogo en un monólogo excluyente. Los cordones, por más que se intenten justificar bajo paraguas “sanitarios”, los atan y desatan los votantes. Ahora bien, cultivar la palabra no significa claudicar ante posturas ajenas sino asumir que hay un interlocutor con el que debemos intentar ponernos de acuerdo para construir reglas de juego comunes. Se puede y es legítimo defender el desencuentro, pero no lo es negar la probabilidad de buscar el encuentro por difícil que parezca. Y la negamos cada vez que hablamos de cordones y vetos.
El concepto que refleja con nitidez esa situación desapacible, el zasca, se ha convertido en el rey de las intervenciones públicas, la clave de bóveda que sostiene la argumentación, hasta el punto de que ningún discurso desde la tribuna o el escaño merece reconocimiento, si no cuenta con un buen corte que deje noqueado al contrario, desatando aplausos o abucheos según la bancada. Parece que algunos oradores, antes de saberse elegidos para intervenir en nombre de su grupo, se encierran en sus despachos, consultan google y escogen algunas perlas que le den enjundia al relato: el zasca. Después, si acaso, en torno al mismo se hilvanan ideas para rellenar el tiempo. Muchos discursos buscan deliberadamente crear una especie de alegoría de zascas. Así se garantizan titulares periodísticos y la posibilidad de viralizar el mensaje en twitter, convertido en boletín oficial de la opinión pública.
Esta herramienta en la contienda política no es original; quizá lo nuevo sea su abuso prescindiendo de buscar razones solventes que den peso a las palabras y persigan convencer más que ridiculizar. Es cierto que los hay elegantes, imaginativos, inteligentes…que dan brillo al discurso, pero también brochazos desaliñados que no pasan de meros sucedáneos. Cada tiempo, además, establece unas líneas rojas que si se cruzan generan mucho ruido. Hoy provocaría un enorme escándalo, por su inequívoco tufillo machista, la anécdota de José María Gil Robles, líder de la CEDA, que
mientras pronunciaba un discurso en el Congreso allá por 1934, escuchó de un diputado una alusión al tejido de sus calzoncillos -de Gil Robles-. Este respondió: “no sabía que la esposa de su señoría fuera tan indiscreta”, devolviendo el prejuicio y mal gusto de la interrupción con la misma clave.
Cordones y zascas deben reconducirse. Lo primero sobra, porque quien expulsa de las grandes instituciones de gobernanza es la ciudadanía en los procesos electorales; lo segundo, magnífico cuando es cultivado, requiere elevar su categoría. Ética y estética de la mano para mejorar la política y con ello el clima social de nuestro país
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